domingo, 3 de abril de 2011

Cerebros


Todo es como una clásica película de zombis: la ciudad destruida, las calles vacías, el fuego ardiendo por todos lados, y los zombis. Eres de los pocos sobrevivientes -como en las películas- y lo peor es que al igual que en las películas, no tienes idea de lo que pasó; simplemente despertaste y ya todos tenían ganas de comerse tu cerebro. Pero decidiste luchar por tu supervivencia, y al igual que en la ciencia ficción, tuviste en cuenta varios elementos para lograrla.
La primera fue encontrar un arma efectiva. Es bien sabido por casi todo el mundo, que no importa cuánto daño hagas a un zombi, es el tiro en la cabeza el que le pone fin a su miserable existencia; cualquier otro tipo de acción que no sea hacer explotar su cráneo, solamente le hará sufrir, aumentado a la terrible hambre de cerebros frescos que tiene. Básicamente, ese tiro de gracia es un acto de compasión, y por supuesto, una contribución a disminuir la población que en cualquier momento podría comerte.
La segunda fue que debes moverte lo más rápida y sigilosamente posible durante el día, y encontrar escondites efectivos donde pasar la noche. Entre menos expongas las amplias posibilidades de tu cuerpo de formar parte de un suculento platillo para los zombis, será más difícil que te encuentren.
También están las demás cosas a considerar, como la comida, la ropa, y todo lo que hay que tener en un kit de supervivencia. Lo que sigue solamente dependerá de tu habilidad de burlar a la muerte y de volverte inaccesible para los zombis.
Pero este día fue muy diferente; sentías el aire un poco extraño desde que pudiste desplazarte por la mañana. Pensaste que se trataba de otro sobreviviente que tal vez había pasado por las mismas que tú, y que hasta podrían compartir experiencias e intercambiar información del enemigo. Pero ya casi comenzaba el atardecer y nadie capaz de usar sus neuronas apareció. Los últimos rayos del Sol se estiraban detrás de las montañas en el horizonte, como una mano suplicándote que le sacaras del agua, pero seguías sin compañía humana y con la misma incertidumbre en el pecho, hasta que escuchaste ese ruido detrás de ti.
Volteaste, y lo que hace mucho no habías querido preguntarte por temer a la respuesta, ahí estaba. Claramente, acercándose hacia ti, suplicando por algo que tú le ofreciste hace mucho, pero que en aquel momento despreció. Esta vez su hambre le dominaba y la persona más valiosa del mundo -ahora sí- eras tú.
Tu cerebro, tu corazón; hoy sí eran sí eran agradables, sí le ofrecían lo que ahora tanto anhelaba, sí eran suficientes para llenar su alma -y su estómago-, y no necesitaba buscar a nadie más ni tratar de llenarse con otras personas. Susana caminaba, mirándote con ansias, y en sus ojos parecía haber lo que en los tuyos hubo alguna vez para ella: amor. Ahí estaba, tan adorable y putrefacta que esto último casi no te importaba. Llevaba los zapatos que tanto te gustaba cómo se veían en ella, y cuando levantaste la mirada viste que también llevaba puestos los aretes que le regalaste el mismo día que te destrozó -figuradamente, porque literalmente lo estaba intentando en ese momento- el corazón.
Y también recordaste las cosas que te dijo, las razones que te dio y las cuentas que hizo sobre cómo nunca fuiste suficiente, cómo nunca alcanzaste el nivel que ella esperaba, y cómo otras personas -a quien probablemente ya les había comido el cerebro- siempre eran más altas, más delgadas, más dulces o más guapas. Reviviste en un segundo las incómodas tardes, las terribles noches esperando un signo de amor de su parte, cuando lo único que de ella te llegó fue la noticia de que tenía un novio cibernético cuando salía contigo.
Demasiado tiempo pensaste en eso, porque ella ya estaba muy cerca de ti, más frenética y lista para lanzarse sobre tu -ahora- hermoso cerebro. Hasta el último instante guardaste la esperanza de que ella reaccionaría al verte y el amor la haría volver, pero esa fue la única diferencia entre las películas y la vida real: Susana solamente quería exponer tu cerebro y comérselo. Apuntaste directamente a su cabeza, colocaste tu dedo en el gatillo, y viste por última vez en sus ojos el terrible sufrimiento por el que estaba pasando.
Entonces bajaste el rifle, y te fuiste de ahí para siempre.