martes, 11 de octubre de 2011

Constelación número uno

Se despertaba todas las noches a mirar las estrellas. Le gustaba preguntarse si eran las mismas estrellas que miraban los japoneses, los venusinos, los zorros, los peces y él. Dudaba sobre si hace miles de años cuando el hombre no conocía el fuego, también veían en las estrellas las formas de lunares brillantes en la piel del cielo, de osos panda, de dientes de león y de sus ojos.
Lo más bonito de la noche, decía, era cuando la luz de una estrella acariciaba tiernamente su mejilla para despertarla y recordarle que la estaban esperando para ayudarle a descubrir gatos, nieves de queso, avioncitos de papel y sus manos.
Una noche no hubo estrellas, estaba lloviendo. Una capa muy espesa de nubes tapaba todas las estrellas y se dio cuenta de que aunque no podía verlas, ahí estaban, pero ahora tenía la oportunidad de inventarles nuevas formas como de cuchara, de rayos de sol embotellados y de ángel. Sonrió al saber que podía moverlas a su antojo, imaginarlas con luces de colores, como burbujas inmensas rellenas de merengue fuscia, de canela, de catarinas y de sueños.
Cuando bajó la mirada, él estaba ahí, muy enojado porque no podía ver las estrellas y no entendía los estúpidos ademanes que ella hacía hacia el cielo. Se alejó moviendo la cabeza con tristeza.
Fue cuando ella supo, aunque no pudo entenderlo, que su amor nunca fue suficiente para él.
Entonces decidió contar todas las estrellas con los dedos de sus manos y sus pies, y cuando se le terminaron se ayudó también de las hojas de los árboles mecidas por la lluvia de esa última noche, cuando todo se terminó.

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